Nos gusta demasiado fácil
El botón de “me gusta” simplifica lo que sentimos. ¿Y si volvemos a pensar antes de reaccionar?
Hace unos días, mientras hacía scroll sin mucha atención, vi una foto que me pareció preciosa: un amigo empujando un columpio donde su hija se reía con la boca bien abierta. Un gesto cotidiano, sin filtros ni poses. Me gustó. Le di al corazón.
Unos minutos después, ya ni recordaba que lo había hecho.
Y ahí me di cuenta de algo: cuántas veces interactuamos con el mundo sin realmente estar presentes. Cuántas cosas decimos que “nos gustan” sin detenernos siquiera a sentirlo. No solo en redes sociales. También en la vida.
Quizá estemos normalizando una forma de estar en el mundo que roza lo automático. Una especie de piloto digital —más que automático— que va categorizando todo: me gusta / no me gusta, interesante / irrelevante, útil / pérdida de tiempo. Como si estuviéramos constantemente etiquetando cosas en vez de vivirlas.
La tecnología, que tanto nos facilita, también nos ha acostumbrado a reaccionar rápido. Y lo ha hecho con un sistema sencillo y eficaz: botones. No hace falta escribir, ni pensar, ni matizar. Basta con elegir entre unas pocas emociones predefinidas. Te emocionó: 😢. Te pareció injusto: 😠. Te hizo reír: 😄. En segundos, ya está dicho. Ya está fuera.
Pero en esa velocidad estamos perdiendo algo. Porque si siempre tenemos una respuesta rápida y cómoda al alcance de la mano, ¿para qué detenernos a sentir algo más complejo? ¿Para qué permitirnos una duda, un matiz, un silencio?
Me acuerdo cuando pensábamos más las cosas. Cuando un artículo o una conversación te dejaban una sensación rara que se te quedaba en el cuerpo durante días. Cuando una escena, una frase o una emoción no cabían en una palabra y no pasaba nada. Ahora parece que todo tiene que poder reaccionarse con un clic.
A veces echo de menos rumiar las cosas. Darles vueltas. No decidir enseguida qué siento o qué opino. Dejar que algo me acompañe durante horas o incluso días. Eso, que parece tan simple, se ha vuelto raro.
Vivimos en un entorno donde todo nos empuja hacia lo instantáneo. Nos felicitan por responder rápido, nos aplauden si somos los primeros en tener una opinión. Se premia la inmediatez. Pero a lo mejor lo que más necesitamos es lo contrario: espacios donde no pase nada durante un rato. Donde las cosas se asienten. Donde podamos decir, sin vergüenza: “Esto todavía no sé qué me genera”.
Incluso el lenguaje se está empobreciendo. Cuántas veces nos encontramos diciendo que algo “nos gusta” porque no tenemos una palabra mejor. Pero en realidad, hay cosas que no nos gustan, nos inquietan. Nos mueven. Nos abren preguntas. O incluso nos duelen, pero de una forma que agradecemos.
¿Y si recuperamos el derecho a no saber? ¿A no decidir al instante si algo nos parece bien o mal? La tecnología que usamos cada día —y que en muchos casos admiramos— está diseñada para eliminar la ambigüedad. Todo tiene que estar claro. Te interesa o no te interesa. Te quedas o haces swipe. Pero la vida rara vez es así de binaria.
Lo más valioso muchas veces se esconde justo en ese terreno gris. En el “no sé”. En ese momento incómodo en el que no tenemos una reacción clara, y eso nos obliga a mirar más despacio.
Cada vez tengo más claro que el reto no es construir tecnologías más potentes, sino más humanas. Y cuando digo humanas no me refiero a que se parezcan a nosotros, sino a que respeten nuestros ritmos. Que dejen espacio para la duda, para el silencio, para el titubeo. Que no nos fuercen a elegir una emoción de catálogo.
A veces fantaseo con una red social distinta. Una que premie las pausas. Que no te pregunte “¿qué estás pensando?”, sino “¿quieres pensarlo un poco más?”. Una donde puedas guardar algo no para compartirlo, sino para rumiarlo. Para dejarlo en tu mochila unos días, sin prisa.
Quizá suene ingenuo. Pero también suena humano.
De ingenuo nada… este tiempo para pensar, rumiar, procesar es fundamental